Kristel Paredes Álvarez tiene 27 años y es mecánica de bicicletas. Trabaja para Bicitekas, una organización sin fines de lucro que promueve el ciclismo en Ciudad de México. Desde que Jump,  el negocio de bicicletas eléctricas de Uber, abandonó la capital, su trabajo consiste en aplicarles ingeniería inversa a 1,600 bicicletas eléctricas, rescatadas de lo que llama “ciclocidio”. Con ese fin, convierte estas pesadas bicicletas de alta tecnología en vehículos mecánicos funcionales: ya lleva recicladas más de 500. Paredes sabía cómo funcionaban las bicicletas eléctricas porque era mecánica de Jump, hasta que decidió irse. 

Siempre estaba arreglando cosas en la casa. Todas éramos mujeres y me harté de esperar a que mi padre o mi tío hiciera la instalación eléctrica en mi cuarto. Así que empecé a hacerlo yo sola cuando tenía 12 años.

De niña quería ser veterinaria. Pero la vida, y los problemas financieros, tenían otros planes para mí. Tras dejar la universidad en 2017, me uní al equipo mecánico de Ecobici, el sistema público de bicicletas compartidas de Ciudad de México. 

Fue la mejor combinación posible para mí: podía trabajar con herramientas, practicar las habilidades mecánicas que aprendí por mi cuenta en YouTube y arreglar bicicletas. 

Las bicicletas son muy importantes para mí. Como me considero una persona extremadamente consciente del cambio climático, creo en esta forma de transporte. El ciclismo también ha sido una forma de terapia y apoyo emocional desde que era niña, así que me pareció que la vida me estaba ofreciendo un buen negocio.

Cuando conseguí trabajo de mecánica de Jump en 2019, estaba encantada. Ecobici fue mi escuela y mi primer trabajo de adulto. Pero también sentía que ahí no iba a poder crecer como profesional. Otras personas habían renunciado a Ecobici para irse a trabajar a Jump, que había desembarcado en México hacía poco. Por desgracia, duró sólo ocho meses. 

En mayo de 2020, Uber le vendió Jump a Lime. En Ciudad de México, como también hicieron otras localidades, Uber decidió destruir cientos de bicicletas motorizadas, ya que Lime no quería competir en el mercado mexicano. Al parecer, a Lime en México ya le habían robado una cantidad intolerable de scooters eléctricos.

Estaba triste, sin trabajo y lidiando con la pandemia sin ingresos cuando me llamaron por teléfono: Bicitekas estaba buscando una persona que supiera cómo funcionaban las bicicletas de Jump. Se habían puesto en contacto con Uber y les habían ofrecido pagar una cantidad simbólica de un peso por cada bicicleta. 

El acuerdo que se cerró finalmente se hizo con la condición de que se eliminaran las baterías de iones de litio intercambiables de Uber y que no se replicara la tecnología. 

Pero Bicitekas no entendía lo que esto implicaría y en un primer momento se pusieron a arrancar cables al azar sin definir una estrategia.

Mi trabajo durante mi breve estancia en Jump era arreglar los fallos mecánicos y tecnológicos de sus bicicletas. Tienen un motor eléctrico de 250 vatios que, al pedalear, impulsa la rueda delantera, que tiene un cuadro de aluminio de 26 pulgadas. Pueden ir hasta 50 kilómetros por hora, pero las normas de tráfico no les permitían sobrepasar los 30.

Me convertí en jefa del departamento de mecánica de Bicitekas, un trabajo duro para una mujer joven en un sector repleto de hombres; y en un país como México. Primero tuve que demostrarle a mi equipo que era capaz de llevar una bicicleta de 30 kilos a la estación de reparación y, además, que sabía arreglarla. 

Rodrigo Arangua/AFP/Getty Images

El primer desafío fue desmontar el motor de la bici. La tecnología es totalmente de origen chino, y las piezas —ni siquiera las más simples, como los focos— no se consiguen en México. 

En Jump, aprendimos a repararlas por ensayo y error. Al principio, se nos ocurrió quitarle la rueda motorizada. Pero, a causa de la pandemia, no se conseguían repuestos. 

Finalmente, encontramos la forma de quitar el motor, que exigía desmontar la bicicleta para acceder a todo el cableado y a las conexiones internas. También le quitamos el candado y el controlador de la interfaz, que es el “cerebro” de la bicicleta eléctrica. No tocamos el sensor de asistencia de pedaleo, pero sí le pusimos un remiendo al cuadro para disimular la falta de motor y batería.

Las bicicletas quedaron 10 kilos más livianas, y el diseño original del cuadro resultó tan cómodo que realmente no importaba que fueran más pesadas que una bicicleta mecánica normal. 

“Tuve que demostrarle a mi equipo que era capaz de llevar una bicicleta de 30 kilos a la estación de reparación y, además, que sabía arreglarla”.

Una vez que entendimos el proceso, nos llevó una semana convertir 40 bicicletas. A mí me lleva tres horas arreglar una. Harían falta 125 días de trabajo ininterrumpido para convertir las 1,000 restantes. Pero para eso se necesitan fondos.

Las primeras 500 se las prestaron a Azcapotzalco, una alcaldía de Ciudad de México. Con los ingresos que obtuvimos por el préstamo de esas bicicletas, $104,000 dólares anuales, junto con las reparaciones y la venta de repuestos, ahora estamos tratando de pensar alternativas para incorporarles tecnología a las 1,000 bicicletas Jump que aún tenemos en depósito. 

Creo que aún podemos transformarlas en bicicletas eléctricas sin la tecnología de Uber. Estuve trabajando en la optimización del motor y viendo cómo transformar la energía que producen los pedales. Las bicicletas Jump eran de altísima tecnología, pero existen muchas soluciones alternativas.

Hicimos algunas pruebas con la marca mexicana Mastretta, que también tiene e-bikes. Pudimos adaptar su tecnología eléctrica a algunas de las antiguas bicicletas de Jump. Los sistemas funcionaron bien, pero nos siguen resultando demasiado caros.

Tampoco nos podemos permitir el gasto que representaría instalar una batería nueva. Con este esquema de costos, cada bicicleta costaría $350 dólares. Así que, por el momento, a menos que consigamos alguna inversión u otro acuerdo como el de Azcapotzalco, nuestras bicicletas seguirán en el depósito. 

Estoy segura de que voy a encontrar una solución. Cuento con la experiencia de mis trabajos previos y me motiva ayudar a otras personas en zonas marginadas. En Azcapotzalco, nuestras Bicicatarinas les brindaron un medio de transporte a las mujeres emprendedoras para que repartieran sus mercancías por toda la ciudad.